Hoy me ha tocado a mí, el más pequeño del escogido grupo viajero, contar -con pelos y señales- lo bien que nos lo hemos pasado este pasado puente de Todos los Santos, visto por mi mente infantil de cinco años; con alguna ayudita, claro…
Mi mamá, a la que yo quiero tanto (y bien que se lo demuestro, siempre que puedo), como es tan lista y precavida, nos programó, para estrenar el mes de noviembre, un viajecito a tierras gaditanas, para que nos lo pasásemos súper guay y viniéramos el domingo a la tarde, frescos y nuevos como una lechuga, dispuestos a comernos la primera semana de noviembre como si de unos churros calentitos o porras se tratase. Como ella misma dice, pues le gusta mucho viajar con nosotros: «cuando vas a otras ciudades o lugares distintos a los que vives parece que rompes o cortas el ciclo de la monotonía que desgraciadamente llevamos todos, y el tiempo se alarga y enriquece al renovarse el espacio en el que vives, volviendo todos como nuevos con una grata inyección de vitamina V (de viaje)…, más ligeros del estrés cotidiano que nos atenaza».
Salimos el viernes día 1, festividad de Todos los Santos, tras la comida temprana que hicimos en casa de mi querida ía Margarita, que hace unas comidas para chuparse los dedos. A mí me encantan casi todas, aunque la que más me gusta es la pizza; así se lo digo a ella y veo que se pone muy contenta y me da muchos besos y abrazos. Además, tiene el detalle de preguntarnos qué queremos para comer y nos da libertad para que elijamos, mi hermano Abel y yo, la comida que prefiramos: bacalao dorado con patatitas paja, que ella bien aprendió y mejoró de los viajes que ha hecho a Portugal… Nos pusimos todos “moraos”. Después, el ío, que iba a ser nuestro conductor durante todo el viaje, fue a la cochera a por el coche y mamá lo cargó hasta los topes, pues siempre es precavida para que no nos falte de nada en los viajes; y menos ropa limpia…
Partimos sobre las tres y media y en un par de horas escasas nos plantamos en Conil de la Frontera (provincia de Cádiz) que era nuestro destino final, con el fin de pasar casi tres días de tranquilidad y asueto, sin horarios ni actividades obligatorias programadas. Nada más salir mamá puso el GPS para que no se equivocase el ío de carretera y llegásemos a la primera a nuestro destino costero. Poco tiempo duré despierto pues hice casi todo el camino caído en los brazos de Morfeo, como dice mi abuelito; o sea, durmiendo. Mi hermano Abel resistió despierto, aunque luego, en el viaje de vuelta, sí cayera finalmente por el sopor del cansancio y la digestión.
Como ya sabemos y conocemos, Abel y yo, ciertos lugares, calles o puentes de Sevilla, en cuanto los enfilamos con el coche ya estamos saltando a ver quién dice primero el nombre correcto de por dónde nos encontramos o vamos pasando. Si no, el ío nos lo pregunta, como buen maestro que ha sido toda su vida, incluso ahora, que lleva ya diez años jubilado y lo estamos disfrutando a tope toda la familia, especialmente Abel y yo.
Mi hermano me contó que por el trayecto vieron zonas encharcadas e inundadas que no afectaron a la carretera por la que íbamos, pero muy próximas a la autovía; aunque ya, en la provincia de Cádiz, por las proximidades de Jerez de la Frontera y otras poblaciones costeras, sí que vi, yo mismo, muchas lagunas o ríos artificiales que me impactaron de veras, al igual que a mi hermano, que se acordaba de la DANA de Valencia que tanto daño ha hecho…
Cuando avistamos Conil de la Frontera todos quedamos gratamente impresionados pues su blancura destacaba sobre manera, y tuvimos suerte porque ese día ya no nos llovió como lo había hecho en días anteriores de esta semana y la pasada.
Nuestro apartamento nos gustó mucho pues era coqueto y estaba súper limpio. Y no era demasiado caro, según nos explicó mamá. ¡Ah!, y lo que más nos llenó a ambos hermanos fue que tenía una pantalla de televisión más grande que la tenemos en casa, que la que tiene papá y los íos. Qué bien poder ver los dibujos animados o las películas de Netflix que más nos gustan en los ratos perdidos que nos queden, pues aquí venimos a pasarlo bien y alejarnos -lo más posible- de las pantallas como nos insiste mamá permanentemente.
Mami llamó a la muchacha que le tenía que dar las llaves del apartamento cuando pasamos a la altura de Jerez y ya estaba en la puerta cuando llegamos. Era muy amable y se portó muy bien con nosotros, facilitándonos todo, incluso sugiriéndonos posibles y buenos restaurantes. Mamá descargó solita y colocó todo mientras el ío se quedaba al cuidado del coche y de nosotros que permanecimos sentados en nuestros asientos hasta que terminó la mudanza, pues no estaba permitido aparcar los no residentes y podían multarnos. Luego, lo llevó a un aparcamiento que hay en el paseo marítimo, a donde iríamos varias veces, pues hay un gimnasio al aire libre, muy frecuentado, por cierto, por cantidad de gente de todas las edades, aunque nosotros éramos de los más pequeños; y bien que lo disfrutamos, especialmente, mi hermano, que está hecho un gimnasta profesional y hace unos equilibrios y ejercicios de escalada y avance por las barras, colgado como un mono, que es la admiración de todos los que por allí pasaban. Incluso el abuelito le grabó varios vídeos para luego recrearnos viéndolos. Yo hago mis pinitos para mi edad y espero ser como mi hermano cuando tenga ocho años como él. Bien que me gustaría…
Como me aprendo fácilmente de memoria una serie de retahílas en mi cole (algunas me las enseña mi hermano), en cuanto llego a mi casa o a la de los íos, las practico con mis padres o abuelitos para que no se me olviden y vean lo gracioso que soy y resulto. Me río un montón de ver cómo caen ellos, aunque si a mí me dicen que las diga no abro mi boquita para que no me pillen y se rían de mí. ¡Ahí van las últimas que he aprendido!: Di casa…, mañana te casas. Di fresas…, mañana te besas. Di moras…, mañana te enamoras. Di qué pasa…, un burro por tu casa. Di ducha…, mañana te comes una trucha. ¡Qué miras?… Los “peos” que te tiras…
Ya por la tarde nos fuimos andando a conocer la parte costera de la ciudad quedando todos sorprendidos de su belleza, pues -además- el cielo estaba casi nublado y el sol apenas aparecía en el horizonte o si lo hacía parecía -según decía mi mamá- que eran como los dedos de Dios que se filtraban por las nubes. Mi ío se hinchó de echar fotos para luego mandárselas al mogollón de amigos que tiene en WhatsApp.
Casi, sin darnos cuenta, se nos fue echando la noche encima, mientras paseábamos por la playa de la Fontanilla para cenar opípara y tempranamente en el restaurante Francisco Fontanilla. Mientras caminábamos Abel se encontró dos cosas muy importantes para nosotros: un anillo pequeño, muy mono, que parecía de oro, aunque no lo fuese, y una pelota verde de mediano tamaño y en perfecto estado que nos serviría para jugar el resto de los días y llevárnosla a casa. Cuando llegamos al restaurante ya había gente cenando, tanto nacional como extranjera, y eso que eran poco más de las siete de la tarde, pero es que, con el cambio de hora, ya era noche cerrada. Comimos una croquetas de pescado muy ricas y unas tortitas de camarones para chuparse los dedos, que yo no probé, una presa que se repartieron entre mi hermano y los mayores, además de una crema de ajo superior, y un postre exquisito que para mí fue fantasmitas y para los demás crema de avellana con praliné que, según ellos, estaba para chuparse los dedos. Se lo terminaron muy rápido…
Al salir vimos en una pecera de tres pisos algunos cangrejos y varias langostas vivas, para cocinarlas sobre la marcha, el que quisiese pagar 180 euros por cada una de ellas. Mi hermano y yo estuvimos viéndolas y un amable camarero sacó una de ellas para que nos fotografiásemos junto a ella y la verdad es que nos gustó mucho.
Luego, nos fuimos andando, en noche cerrada ya, por dentro del pueblo hacia nuestro apartamento, jugando yo continuamente con el ío para que me cogiera en brazos y no me cansase, y viendo cómo el precipicio se hacía más profundo por algunas partes del recorrido. Al no entender esa palabra ni Abel ni yo, mamá nos la explicó muy bien.
En cuanto llegamos, nos lavamos los dientes y nos pusimos los pijamas, estuvimos viendo un poco de tele y nos acostamos prontito, a eso de las diez, y no nos despertamos ni una sola vez hasta que llegaron más de la ocho de la mañana del día siguiente.
El sábado nos levantamos pletóricos de fuerza y con muchas ganas de pasárnoslo bien. Qué mejor que empezar con un buen desayuno, mientras íbamos ascendiendo por Conil, ya que nosotros parábamos muy cerca del paseo marítimo del Atlántico. Tras atravesar el Arco de la Villa avistamos una churrería que en principio quisimos visitar, pero los mayores dijeron que lo haríamos al día siguiente, domingo, si nos apeteciera, ya que hoy tocaba desayunar ecológico en la Desayunería que estaba a rebosar. A pesar de llegar a una hora buena tuvimos que hacer cola hasta que nos dieron una mesa en la acera para disfrutar del desayuno y del fresquito de la mañana. Nos enteramos que al día siguiente sería el último día que abrirían porque cerraban la temporada de invierno. Los mayores prometieron volver…
Una vez bien alimentados nos fuimos paseando por sus calles principales observando cuando bajábamos hacia el paseo marítimo un efecto óptico destacable: parecía que el mar estaba en alto, a la misma altura de las calles que recorríamos… No teníamos otras pretensiones que pasárnoslo bien, sin coerciones de visitas turísticas programadas, ya que con nosotros la cosa no iba a funcionar, pues nos aburriríamos y daríamos la lata en cantidad.
Por eso fuimos callejeando y viendo los monumentos más destacables: una iglesia, un torreón, un arco en el que nos divertimos mucho saltando para llegar a su techo. Yo no lo conseguí porque soy más pequeño y bajo de estatura, pero mi hermano, con sus potentes saltos, bien que lo tocó y quedó inmortalizado con las muchas fotos que nos echó mamá y el ío… Hasta que finalmente recalamos en el gimnasio al aire libre en donde muchos transeúntes (de todas las edades) vienen expresamente a hacer su gimnasia y estiramientos para estar en forma. Yo imité lo que pude, mas mi hermano sí que consiguió con su buena forma física y su amor al ejercicio destacar entre los muchos que lo visitaron.
Después nos fuimos hacia la playa para patearla por la mañana y ver lo extensa y bonita que es, mientras bastante gente también hacía lo mismo que nosotros como si fuera pasear por el tontódromo de cualquier pueblo o ciudad, aunque pocos valientes tuvieron el valor de bañarse en el Atlántico. Debía estar el agua bien fría. Lo que nos faltaba a nosotros dos que ya habíamos tenido una amago de resfriado ambos, especialmente yo. Allí jugamos con las palitas y demás utensilios de playa a hacer castillos u otros juegos descubriendo dos escarabajos que nos llamaron mucho la atención y un ciempiés que respetamos, pues los dejamos con vida para que la disfrutaran como nosotros estábamos haciendo.
Cuando llegó la hora de comer nos fuimos a nuestro apartamento para asearnos y tomamos rumbo al norte de la ciudad para buscar un buen restaurante que nos diese de comer. Una amiga de mamá les dio buenas referencias de un par de ellos, pero al ser temporada baja estaban cerrados. ¡Qué mala suerte! No obstante como vimos uno muy apañado que se llamaba Feduchy y que estaba en un edificio emblemático que hacia esquina, allí nos plantamos sin haber hecho reserva, con el riesgo que ello conllevaba. De principio nos dijeron que podíamos comer solamente en unas mesas altas que había en el interior, pero que si a las dos y media no venían los que habían reservado una mesa de cuatro en el patio de entrada, sería nuestra. Y así fue, pudimos disfrutar de una estupenda comida donde nos hicieron el primer plato ante nosotros (que era de guacamole al estilo mejicano) y que nos gusto a todos mucho pues estaba para chuparse los dedos.
Antes, nos habíamos echado una foto ante el maestro y el alumno que hay en una de las calles principales peatonales y después de comer nos bajamos nuevamente al paseo marítimo para gastar las energías en el gimnasio al aire libre donde estuvimos el día anterior. Nos lo volvimos a pasar muy bien, aunque por la tarde hacía un aire excesivo que hasta se oía muy bien, según me dijeron era el levante molesto, que nos tendría entretenidos y un tanto alocados.
Pronto se echó la noche y entonces fuimos nuevamente paseando por la extensa playa para volver a recalar en el mismo restaurante en el que cenamos el día anterior, pues nos encantó su menú. Cenamos otras cosas muy ricas, especialmente marineras, con postre del mismo calibre que la pasada noche. Salimos contentos y satisfechos y volvimos a ver el acuario y las langostas. El abuelito me subió en brazos para poderlas apreciar mejor y yo aproveché para hacerle una y mil preguntas de todo ello, pues soy muy curiosón y estoy en la edad apropiada para ello. Todo me lo resolvieron el ío o la mamá perfectamente.
Cuando terminamos, nos volvimos nuevamente por el interior de Conil, admirando el paisaje nocturno de la costa y el pueblo con sus hoteles al borde del camino, sin dejar de jugar ininterrumpidamente con el ío para que me fuese cogiendo de vez en cuando y así se me hiciese el recorrido de vuelta más liviano y divertido.
Al llegar a nuestro apartamento, hicimos lo de la noche anterior, para acostarnos temprano y dormir y recuperar fuerzas, que al día siguiente, teníamos idea de llegarnos a Vejer de la Frontera tras un contundente desayuno, visitarlo y hacer la comida del mediodía allí. ¡Qué ilusión nos hacía a todos, especialmente a los mayores, pues los pequeños en habiendo parques y diversión casi nos da lo mismo la población que visitemos…!
La noche con nuestro rico sueño infantil transcurrió muy rápida y nos levantamos a la misma hora del día anterior, sobre las ocho y media, por lo que nos aseamos y fuimos en busca del desayuno. Como lo prometido es deuda, Abel y yo quisimos que fuesen churros, mientras que los mayores quisieron desayunar por última vez en la Desayunería con nuevos y apetitosos alimentos ecológicos.
Y así lo hicimos. Abel y yo tomamos churros (que eran de grosor pequeño), aunque había porras que eran más gordas, y, por supuesto, un chocolate para cada uno. Abel, como le gusta saborear los churros solos (como al abuelito), primero se los comió y luego se bebió el chocolate. A mí como me gusta mojarlos (como hace la ía), así lo hice, aunque me sobró un poco chocolate que no me quise beber.
Volvimos al apartamento andando tranquilamente y conociendo ya la ruta y calles que habíamos transitado los dos días anteriores, para recoger y cargar el coche mientras salimos rumbo a Vejer de la Frontera sobre las once. La carretera estaba despejada y lo que se veían eran muchos ciclistas por su carril correspondiente. La mañana estaba espléndida con el sol en el cielo azul y el molesto viento de ayer tarde (el levante) había desaparecido. Muy ilusionados llegamos a uno de los más bonitos pueblos de Andalucía: Vejer de la Frontera, cuyas buenas referencias las habíamos recibido especialmente del buen amigo del ío, Pedro, y los cuadros del pintor Gregorio. Nosotros, como niños, queríamos, tras aparcar a la entrada del pueblo (que está cuesta arriba y en una montaña), toparnos con un parque como el que habíamos disfrutado en Conil, sobre todo lo pedía Abel; pero -al final- nos conformamos con uno que había más sencillo a la entrada de la población, con un pequeño rocódromo, dos columpios y unas casitas de juguete. Allí estuvimos un buen rato hasta que decidimos escalar el pueblo a pie. Y no nos arrepentimos de ello. Todo lo contrario, nos encantó. Como los niños tenemos que tener algún aliciente, el ío le comentó a Abel (que es el que sabe sumar) que a él de pequeño le dijeron que si veías un gato negro y luego encontrabas la matrícula de un coche que sumando sus cifras te diese veinte, tendrías una suerte inesperada. Abel se afanó en ello, porque lo del gato negro fue más fácil de lo previsto, ya que en la ladera del monte y bajo los coches del gran aparcamiento que hay a la entrada del pueblo, pudimos ver varios de distintos pelajes y coloraciones, negros más de uno, pero lo de las matrículas que sumasen veinte parecía más difícil, pero -al final- se consiguió en una ocasión. Habíamos buscado la suerte y la encontraríamos. Yo encontraría (en el restaurante que comeríamos al mediodía), en el suelo, una moneda de un céntimo y me puse contentísimo, ya que todos me lo alabaron. Se lo dejé al ío para que cuando volviésemos a Sevilla me lo diese y echarlo en mi hucha. Lo que me recordaba, cuando Abel y yo vamos por Sevilla viendo las motos, cuando vemos cuál es la que más corre según su cuentakilómetros, aunque algunas de ellas no lo tienen. Por ahora, la que gana es la que corre 280 kilómetros por hora…
La visita turística fue muy particular ya que fuimos viendo y fotografiando los múltiples rincones o callejuelas moros y cristianos que tiene esta bella población mientras yo le gastaba bromas al abuelito (con la gracia y el cachondeo que me caracteriza), pues le decía, una vez que me subía a un escaño o entrada de una casa: «¿Qué estoy tramando?». Y como el abuelito adivinaba mis intenciones yo me tiraba en modo libre y sin red a sus brazos para que él me cogiese y llevase de cualquier manera y así yo no tenía que andar tanto y mientras me divertía un montón. Lo pasé chachi piruli… La comida que hicimos en el restaurante La Judería, en pleno entramado de callejuelas moras, tenía unas vistas impresionantes desde su azotea, tanto del pueblo como del castillo. También fuimos a ver la escultura de la cobijada. Nos encantó a todos. Para los niños pedimos una hamburguesa con guarnición de patatas fritas que estaban para chuparse los dedos y, como era tan grande, el ío nos la partió por la mitad como si fuésemos buenos hermanos. Los mayores tomaron su alboronía vegetal que estaba, según dijeron ellos, deliciosa, y pez limón con guarnición exquisita. El postre tenía que ser dulce y de chocolate, que compartimos todos en amor y armonía…
Ya, con la panza llena (“panza llena no tiene pena”, dice muchas veces el abuelito, que sabe muchos refranes), fuimos descendiendo la escalada, pues habíamos llegado a lo más alto del pueblo. El último tramo lo hicimos bajándonos por una empinada escalera que hay en la ladera de entrada al pueblo para llegar al aparcamiento de coches.
Volvimos a jugar y ganar viendo tres gatos negros y sumando matrículas, con el resultado de veinte, por tres veces también. Total que dijimos que nos esperaba mucha suerte. Y la tuvimos: nada más llegar a nuestra calle en Sevilla, casi delante de nuestra casa, había una aparcamiento para nosotros (cosa insólita y remotamente posible), que aprovechamos naturalmente, pues así ya nos quedamos todos en casa y descargamos muy fácilmente el equipaje y demás que traíamos. Abel esperaba alguna sorpresa más que se le presentase, como por ejemplo: que se le cayese alguno de los dos dientes que se le mueven como un cencerro pero que los tiene bien agarrados, aunque los nuevos ya le están saliendo por detrás, y que el Ratoncito Pérez le premiase económicamente esa noche, pero no pudo ser.
El viaje de vuelta fue estupendo, pues yo caí en el sueño en cuanto empezamos a hacer quilómetros. Abel resistió algo más, pero el abuelito lo miraba por el espejo retrovisor y veía cómo un ojo le decía miau y otro sape, hasta que cayó definitivamente, mientras los mayores iban hablando de sus cosas y de lo bien que había resultado el viaje que, como siempre, cuando se empieza es una incógnita a resolver a la vuelta.
Al final se ve que la suerte que podíamos tener, por partida triple en Vejer, se nos ha hecho realidad hoy con el Ratoncito Pérez, ya que a mi hermano se le ha caído un diente de delante -de la mandíbula de arriba-, después de meneárselo muchísimas veces, y nos ha visitado esta noche, portándose con nosotros dos muy bien: nos ha dejado un billete de cinco euros y dos monedas de chocolate, como las de los Reyes Magos, una grande y otra mediana, para cada uno. Menos mal que ayer le dije al ío que le pusiese una nota escrita al Ratoncito para que no me diese envidia a mí, premiando solo la hazaña de Abel. ¡Muchas gracias Ratoncito Pérez, contigo hoy hemos sido toda mi familia muy feliz, especialmente mi hermano y yo…!
Eso contando la suerte que tuvimos al volver a casa sanos y salvos, contentos y bien comidos, (alguno con algunos kilos de más), y con las pilas cargadas para resistir hasta la próxima excursión que será a Grazalema, si Dios quiere, con nuestros amigos Carmen y Pablete. Pero esa será otra historia que ya veremos si os la cuento…
Sevilla, 15 de noviembre de 2024.
Fernando Sánchez Resa