¡Qué nítidos tengo aquellos recuerdos de antaño y cuánto dudo y olvido los más recientes! Dicen los expertos que eso es producto de la vejez en la que se agrandan y afianzan los recuerdos antiguos, mientras los nuevos apenas se asientan en mi volátil memoria.
Recuerdo aquel gato que le gustaba comerse los culos de los pepinos (el resto no) y cuando nos lo poníamos de pequeñas, en verano, pegados en la frente, para refrescarnos y sentir un gustirrinín o sensación especial. También rememoro al gato que tuvimos cuando yo era pequeña y que lo encerraban en la cantina de la casa, pero que terminaba escapándose siempre, apareciendo, al día siguiente, en la cámara (la habitación más alta de la casa que pegaba con los tejados donde se guardaba el grano u otros utensilios de escaso uso, de labranza u obsoletos); adonde -por cierto- nos encantaba subir para jugar de pequeñas y sentirnos princesas u otros personajes de los cuentos de hadas, estando en un ambiente tan idílico y diferente del resto de la casa…


Y lo triste que ahora me siento por haber protagonizado de muy pequeña (tanto que solo me acuerdo porque mis padres me lo contaron muchas veces de más mayor) la matanza a palazos que protagonicé acabando con unos pollitos que estaban en el corral, porque había oído quejarse insistentemente a mi madre lo que ensuciaban y el excesivo trabajo que daban. Yo, tan bondadosa y cándida (por entonces), hice esa gran escabechina creyendo que le facilitaría la vida a mi madre, mas no fue así, por desgracia, sino que le compliqué la vida…
Seguramente que al nacer yo en carnaval influyó bastante en mi carácter al ser tan alegre y dispuesta como era y no tenerle miedo a nada ni a nadie…
También van pasando por mi memoria fotogramas tristes de la película de mi vida, como aquel primer sueldo de mi hermano que sirvió para enterrar a nuestro padre. Triste historia aquella que poco me gusta rememorar, pero que me viene forzosamente (demasiadas veces, por desgracia), sin que yo lo pueda remediar o impedir…
Lo mismo le ocurrió a mi madre ya que nació un Viernes de Dolores, teniendo por ello un carácter triste y apocado durante toda su vida; lo que supongo le influiría negativamente, también por la carga de genes que le acompañaran y las circunstancias personales, familiares y sociales que tuvo que vivir. Es lo que, según mis doctas nietas me soplan, llaman los expertos la epigenética (estudio de los cambios que activan o inactivan los genes sin cambiar la secuencia del ADN, a causa de la edad y de la exposición a factores ambientales), que tanto está de moda ahora; como también lo sería quedarse viuda con varios hijos en nuestra guerra (in)civil al morir su marido (mi padre) relativamente joven, incrementado así su apocado carácter.
Cuántas veces viene a mi mente la anécdota de cuando mi madre rompía accidentalmente una cosa, pues siempre decía: «¿Cómo estará una…?»; si era mi hermana la que lo hacía, exclamaba: «¡Mujer, ten cuidado!»; ahora, si era yo: «Si vas loca…». Tres puntos de vista distintos de un mismo hecho consumado; ustedes juzgarán…
Me acuerdo de aquel día en que estábamos las tres (mi madre, mi hermana mayor y yo) en la misma habitación haciendo nuestras labores de punto correspondientes y a mí se me anudaron las bellotas que estaba comiendo y ellas ni se dieron cuenta. Menos mal que cogí un jarro de agua que había en el poyete o alféizar de la ventana de la cocina y pude beber ansiosamente hasta que se me pasó el atranque, por lo que no tuve más remedio que exclamar: «¡Vaya por Dios, que se ahoga una y no os dais ni cuenta…!»
Nunca se me olvidará cuando las ratas campaban por sus fueros por corrales, patios, cuadras o cantinas, incluso portales (yo las he visto de pequeña y mayor demasiadas veces, aunque no me daban miedo; menos mal que ahora, en las casas normales no se ven); o se metían huyendo más de una vez, (cuando las puertas no encajaban bien, no como los pisos o casas que tenemos ahora), en la cocina u otra habitación de la casa escondiéndose en una canasta de ropa sucia y lo que pasamos hasta que la encontramos, sacando prenda a prenda, por lo que hubimos de matarla, lógicamente. Otro gallo nos cantara hoy con la nueva ley de protección animal… Lo mismo nos ocurría con las serpientes u otros bichos de diverso calibre que también eran demasiadas veces nuestros vecinos y acompañantes cotidianos en la casa, el huerto o el corral…
Vivimos cada día creyendo que nos lo merecemos todo y que estamos en un país de jauja donde todo lo que uno quiere se convierte en realidad por arte de birlibirloque (simple y llanamente por voluntad propia); y eso no es así…
No se me puede olvidar que mi marido tenía ahorradas dos mil pesetas de las de antes, antes de que llegara el parto de nuestro primer hijo, cuando estábamos en aquellas cortijadas de Dios. Pues bien, cuando llegó el parto, tuve que venirme a Úbeda para dar a luz. Lo que nos costó mil pesetas, quedándonos por tanto otras tantas en reserva. Entonces había que ahorrar puesto que no estaba papá-estado para ampararte -como ahora- por cualquier cosa…
Como en aquella cortijada mi marido estaba de maestro a tiempo total, pues se dedicaba a enseñar a los pastorcillos y personas que no podían ir a la escuela por no tener edad escolar ni tiempo para hacerlo, puesto que habían de cuidar los rebaños y hacer las labores del campo; por eso, les enseñaba a leer y escribir con los velones de la noche, ya que la electricidad todavía brillaba por su ausencia en aquellos lugares, pues no había llegado la civilización -como la entendemos ahora- y por eso uno de los jefecillos del pueblo fue a hablar con él y ver la manera de agradecerle lo mucho y bien que estaba haciendo con sus hijos, sobrinos o conciudadanos al enseñarles -a la luz de las velas- a escribir y dominar las cuatro reglas, por lo que le preguntó si él tenía dinero. Muy extrañado le dijo que para qué quería saberlo. Su contestación fue inmediata: «Pues como mis vaquerillos e hijos tienen unas ovejas que llevan y traen diariamente por esos campos de Dios, para que se críen y vayan pastando con lo que comen del campo, por lo que le ofrezco que compre usted alguna oveja, para que mis hijos se las críen con las suyas y le vayan creando un pequeño rebaño para cuando se tenga que marchar de aquí y pueda generar un capitalillo ganadero vendiéndolo cuando sea menester». Como él tenía las otras mil pesetas que le quedaban dijo: «¿Cuánto cuesta una oveja?», al contestarle que 250 pts., mi marido, ni corto ni perezoso, le espetó: «Pues entonces dame cuatro…».
Cuando pasaron unos años y tuvimos que marcharnos a la civilización ya tenía una buena colección de ovejas que vendió y nos sirvió para poder comprarnos una casa. Fue memorable cómo sobraron bestias de carga y carros para transportar todos los enseres que habíamos acumulado en aquella cortijada por lo agradecidos que estaban todos los habitantes de aquellos lares.
¡Qué vida tan dura la de entonces, pero qué interesante y digna de vivir…!
Sevilla 18 de mayo de 2024.
Fernando Sánchez Resa

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