Ni en mis peores sueños, previsiones o elucubraciones pensé que, en mi larga vejez, vería una sociedad tan distópica como la que nos estamos armando entre todos, los políticos y sus adláteres, los primeros. Esta palabrita rara se lo he oído decir bastantes veces a mis nietas y por eso les he preguntado su significado para no usar yo vocablos sin entenderlos. Ellas son tan listas y espabiladas. Son las que tanto me ayudan para que, estas humildes y sencillas memorias que estoy publicando periódicamente, salgan decentemente escritas y sin faltas de ortografía, pues me las repasan concienzudamente. Me quieren tanto (y yo a ellas, por supuesto).
Voy recordando (a salto de mata) cosas, situaciones o personas que me vienen a la memoria como abejas a la miel. Tiene una tanto tiempo para pensar en esta fase de la vida en que me encuentro. Parece que estoy viendo a mi madre, con su cabeza siempre en su sitio, pero que al final de su vejez se empeñó en ir apurando (consumiendo) las muchas medicinas que ya tomaba y tenía escondidas por diferentes cajones de su hermoso piso, con la finalidad de gastarlas como se hacía en tiempos antiguos y de escasez, según el refrán que todos sabemos: “en casa del pobre, reventar antes que sobre”, alimentos, se entiende, pero ella lo hizo extensivo a las medicinas. Esperemos que yo no llegue a esos extremos, aunque -a veces- es mejor no hablar y prometer lo que luego, en el devenir del tiempo, no se puede o suele cumplir, o se olvida fácilmente. Un ejemplo: ya llevo bastante tiempo haciendo lo que ella hacía tan a menudo y que yo denigraba: ir apango luces innecesarias que los jóvenes y maduros dejan encendidas malgastando luz, cual si fuera yesca, y no hubiera que pagarla a precio de oro. Y eso que yo pensaba antaño que mi madre y abuelas se pasaban demasiado o eran demasiado gurruminas.
Nunca se me olvidará cuando operaron a mi hijo mayor de anginas, porque, por entonces, llegó la moda a Úbeda, de extirparlas al menor síntoma o contrariedad. Según me contó él, y eso que tenía cuatro años, se lo hicieron a lo bestia, sin dormirlo ni nada. No voy a entrar en detalles escabrosos, pero el pobre salió asustado, gritando y diciendo que nos fuésemos de allí inmediatamente que le había hecho mucho daño “esos hombre malos”. La fobia a las batas blancas se le quedó impresa para siempre. Luego, con el devenir del tiempo, comprobé que nos habíamos equivocado, pues cuando llegó a cumplir diecinueve años tuvo una faringitis seca que nunca le abandonó. Hay modas en todos los aspectos de la vida y no se salva ni el de la medicina, antes y ahora, y seguramente, que en un futuro también.
Cuando era joven oía decir a mis abuelos y luego a mis padres, cuando llegaron a la senectud, que todo se les iba apagando: la vista, el oído, las fuerzas, etc., hasta el sentido común, que es, paradójicamente, el menos común de los sentidos en la especie humana. Llevo tiempo notándolo en mi propio cuerpo y espíritu pues se me va apocando todo de manera cada vez más acelerada, me voy apagando día a día y me lo voy notando cuanta más edad tengo, aunque parezca una perogrullada. Cuando era joven y/o madura no sabía lo que era eso, pues si tenía algún resfriado o dolor de cabeza, en cuanto descansaba una noche o una buena siesta todo se me pasaba y se iba al limbo. Ahora no. Ahora cualquier mala noche, cualquier preocupación o enfermedad por pequeña que sea (mía o de cualquiera de mi familia o allegados) me preocupa en exceso y no me deja descansar, ya que siempre pienso cuándo pasará esto. Y es que se me está acercando mi final, lo veo venir a pasos agigantados, y más pronto que tarde tendré que despedirme de ustedes, amables lectores, para siempre. Aquí quedarán estas reflexiones que he ido anotando y publicando poco a poco y que formarán, en su día, si tengo tiempo para llevarlo a cabo, un librito que detalle y resuma lo que fue mi vida, vista desde la óptica de la vejez, que es muy distinta de como se ve la vida en la infancia, la adolescencia, la juventud o la madurez, pero que es bueno tenerla a mano para que, cuando les llegue a ustedes esta difícil etapa final de la vida, estén preparados y ligeros de equipaje, como decía Antonio Machado.
Recuerdo tres anécdotas graciosas de mi hijo mayor, pues las tengo impresas en mi memoria de por vida.
Primera: cuando era pequeño vivíamos en una cortijada de la provincia de Jaén y un Domingo de Ramos vinimos a Úbeda para pasar la Semana Santa en nuestra ciudad de nacimiento y a la que tanto amamos. Nunca se me olvidará lo que dijo cuando vio al Borriquillo con su cría al ir en procesión por las calles, ya que, con su inocencia y candidez, exclamó: «la borrica ha parío…».
Segunda: cuando vinimos para la Feria de San Miguel, a finales de septiembre, estando puesto su alumbrado ferial (aunque no era tan esplendoroso y excesivo como lo es ahora), le brotó espontáneamente otra exclamación: «¡Mamá, vaya postín de luces que hay aquí!». Claro, menudo contraste con la oscuridad permanente de la cortijada en donde vivíamos.
Tercera: él siempre quería tener una borrica como la de Josillo, que consistía en una cuerda que llevaba atada un ripio en su final y la paseaba tan ricamente por todo lugar. Pues bien, los Reyes Magos de entonces (que a su manera también eran magnánimos) lo oyeron, tomaron nota y quisieron premiarlo con una borrica de cartón muy bien imitada. Toda su intención era darle de beber en el riachuelo que pasaba por allí, hasta que me pilló un descuido (y eso que yo siempre estaba pendiente de que no se produjese) y la metió en el agua, diciendo que tenía sed. Al ser de cartón se infló del líquido elemento, se descuajeringó y se abrió hartica de ella. Entonces me dijo llorando: «Mamá, pónele una cuerda» (para que no se abriera como un bizcocho). Infancia de mis hijos, ¿por qué te fuiste tan pronto, con lo feliz que era yo por aquel entonces viéndolos pequeños y arropados a mi vera? ¡Qué tiempos aquellos…!
Cada vez que llegan las fiestas navideñas me acuerdo de lo sencillas que eran en mis tiempos de infancia, juventud y madurez. Ahora observo que se complica todo y nos meten por vericuetos de consumismo e idiotez supina con tal de hacernos marionetas, vaciando el contenido de estas entrañables fiestas. Por eso, creo que lo que se debería hacer, en lugar de súper iluminar baldíamente las calles y plazas de muchos pueblos y ciudades de España y el mundo entero, sería iluminar las conciencias para alumbrar un mundo mejor que estuviese más cercano a las personas y que les fuese más grato y cotidiano. Pero, claro, eso es más difícil y esforzado de conseguir…
Sevilla 14 de marzo de 2025.
Fernando Sánchez Resa