Llegó, al fin, el ansiado puente de Andalucía en nuestra tierra sevillana y en el resto de la comunidad andaluza. Mucha gente aprovecha este acueducto -más que puente- para salir de la monotonía diaria y viajar a sitios más o menos cercanos, e incluso lejanos, con el fin de alimentar esa ansia de conocer mundo (y cambiar el quehacer cotidiano) que la mayoría de los humanos llevamos dentro; unos más que otros, por supuesto, y también dependiendo de la edad y el ánimo que tengamos cada cual. Cuanto más joven se es, más energías físicas y mentales se disponen para gastar a raudales, sin que se note demasiado el derroche; mas hay otras edades más avanzadas, en la que yo ya voy entrando, en las que hay que tratar de no malgastar fuerzas ni energías, en determinados momentos, pues puede flaquear nuestra salud y/o ánimo cuando menos se espera…
Teníamos mucha ilusión toda la familia (los dos niños, la madre y los dos abuelitos maternos) en realizarlo, por lo que ya la mamá de Saúl y Abel había apalabrado, con bastante premura, una casa para disfrutar plácidamente los cinco días de asueto que se nos presentaban: sábado, domingo, lunes, martes y miércoles. Toda una oportunidad para visitar nuestro país vecino al que tanto apego y admiración tenemos todos nosotros, puesto que en cuanto tenemos oportunidad, allí vamos (a Portugal) para disfrutar de todo: sus amables gentes, su rica y variada gastronomía, sus monumentos y playas preciosas, su ambiente especial que en algunos aspectos nos saben a estampas del siglo XIX conservadas mágicamente…
La salida, él sábado 24 de febrero, no fue temprana, puesto que mientras se levantaron los niños, desayunamos todos y se cargaron los coches eran más de las doce cuando cogimos rumbo a la autovía de Portugal que tanto conocemos de otras veces.
Hacía una mañana bonita y soleada, yendo en caravana, con nuestros dos coches (el de la mamá con los niños, delante; y el mío por detrás). Realizamos el viaje sin novedad. Abel quería venirse en mi vehículo sentado en la silleta de niño pequeño que tengo, pero lo convencimos que era mejor ir con su silleta grande del coche de mamá, acompañando a su hermano Saúl, para que ambos se sintiesen más hermanados y arropados.
Fueron dos horas escasas lo que tardamos en llegar a Tavira: nuestro esperado destino en el Algarve portugués, cuya capital es Faro. Hubo tiempo suficiente para que ambos niños se durmieran un buen rato, especialmente el chiquitín, y también admiraran el cambiante paisaje por el que transitábamos…
Siempre iba delante el coche de la mamá con los niños, con el fin de llegar pausadamente a buen puerto y alertar si hubiese algún contratiempo. Antes de llegar a nuestro destino, el GPS se confundió y nos llevó a una plaza del puerto de un pueblecito aledaño, cuyo nombre no recuerdo. Una vez de vuelta a Tavira, el GPS nos volvió a equivocar, porque topábamos con una dirección prohibida que no nos podíamos saltar y nos abocaba a otro lugar diferente del que buscábamos, llevándonos una y otra vez a sitio equivocado. Por ello, con tal de llegar a nuestro añorado destino: Praça Doutor António Padihna (la zona mejor valorada de Tavira, según rezaba su propaganda, y a 200 metros del centro de la ciudad), tuvimos que hablar con un taxista local para que nos llevase directamente y sin dilación, pues ya andábamos un tanto nerviosos, especialmente los niños… Fuimos detrás de él hasta que nos llevó al lugar adecuado, por lo que le pagamos gustosamente el viaje consumido, que fue barato.
Quedamos gratamente impresionados, pues la casa en la que nos hospedaríamos tenía pinta de señorial, pues los balcones principales daban a la plaza. Los coches ya los aparcaríamos en las calles siguientes o adyacentes, una vez que desocupáramos todo el equipaje. El binomio calidad-precio nos favoreció, ya que tuvimos suerte pues teníamos apalabrada otra vivienda de inferior calidad, pero como la estaban arreglando, en esos momentos, nos la cambiaron por esta tan buena, con bastante ventaja para nosotros. Los niños quedaron encantados con el lugar y con la vivienda en la que íbamos a pasar los últimos días del mes de febrero de 2024. ¡Cómo nos iba sonriendo el destino y la suerte…!
Tras subir unas altas y amplias escaleras abrimos la vivienda y todos quedamos encantados por su luminosidad, limpieza, espaciosidad y buen gusto al amueblarla. Los niños no hacían más que dar vueltas una y otra vez para admirarse y familiarizarse con las habitaciones y ver dónde dormiríamos cada uno de nosotros. Por la noche, el chiquitín le fue enseñando con mucho gusto a su padre todas las estancias de la vivienda, cuando llamó por el móvil… La distribución quedó como sigue: Saúl, el pequeñín, quiso acostarse con su madre en una enorme cama matrimonial; Abel lo hizo conmigo, en otro dormitorio que daba a una calle lateral y con otra monumental cama de matrimonio; y la “ía” (la abuelita materna) se quedó sola (¡tan a gusto!) en el sofá que se hacía cama, aunque no fuera tan cómoda como aquéllas…
Como ya era la hora de comer -y más en Portugal que van con el horario europeo- aprovechamos para sentarnos en el mismo restaurante-bar que había en los bajos de la casa en la que nos hospedábamos para empezar a degustar la cocina portuguesa que tanto nos gusta a todos, pues el hambre ya rascaba en nuestros estómagos. Los niños pidieron sus clásicas croquetas y yo el bacalao dorado -de las mil formas en que lo guisan aquí-, y que mis nietos se pirran por él. De hecho finalmente, sobre todo Saúl, vino a comerse parte de mi ración diciendo que estaba muy buena… De las varias veces que hemos venido a nuestro querido país vecino de la península ibérica, la abuelita Margarita (que es tan lista y apañada para todo) ha aprendido varias recetas portuguesas, a cuál más sabrosa; entre ellas las cataplanas de carne o “peixes”, que nos hace en nuestra casa de vez en cuando y que están para chuparse los dedos. Saúl, en cuando está invitado a la casa de la “ía”, lo primero que pide es que le hagan bacalao dorado con patatitas paja. Se come dos bols sin rechistar, al igual que su hermano…
Tras colocar los equipajes y distribuir las habitaciones, los niños estuvieron viendo la tele, hasta que pasó la hora de la siesta, y nos marchamos todos a dar una vuelta y conocer esta linda ciudad con ellos por bandera.
Empezamos explorando los alrededores de nuestra residencia y atravesamos el río Gilao por dos de sus puentes: el antiguo y otro más moderno, paseando por sus orillas y observando el bullicio de gente que deambulaba por allí, con todas las tiendas y restaurantes abiertos. Aprovechamos para echarnos muchas fotos que luego nos recordarán aquellos bellos momentos. No pudimos coger el autobús turístico pues había hecho su último viaje y había aparcado en sus orillas. Quedamos para el día siguiente en darnos una vueltecita todos…
Cada mirada que hacíamos río arriba o río abajo era una postal de tiernos y bellos reflejos… Después deambulamos por las calles cercanas a nuestro hospedaje, mientras los niños iban jugando y descubriendo restaurantes donde poder cenar, hasta que nos metimos en uno con muy buena pinta y hechos, que se encontraba en la plaza donde parábamos, poco más arriba del que comimos al medio día. Entramos y nos pusieron solos, en una habitación apartada, con lo que disfrutamos del montón de sabrosísimas tapas y comidas autóctonas que fuimos pidiendo hasta que quedamos todos plenamente satisfechos.
Luego nos fuimos directamente a casa, pues estábamos cansados del viaje y las vicisitudes que nos habían acompañado. No sabíamos todavía lo que nos esperaba…
Nos enfundamos en los pijamas y tratamos de acostarnos relativamente pronto, aunque los niños lucharon porque seguir viendo la película de la tele que no querían dejar a medio visionar.
Tardamos en dormirnos, al menos Abel y yo, porque como era sábado noche, desde nuestro dormitorio se oía, no tan lejanamente, música orquestal que nos impedía coger el ansiado sueño rápidamente…
Y a eso de las cinco de la madrugada oí a Abel toser (eso creía yo), mas era vomitar, porque no se encontraba bien y había pescado algún virus o bacteria, como ya sus compañeros de clase la habían pasado en días anteriores. Menos mal que él estuvo listo y no llegó a manchar las impolutas sábanas. Pero ya nos pusimos todos en zafarrancho de combate, porque, además, una vez que vomitó la primera vez y creíamos que todo acabaría ahí, nos dimos cuenta de lo equivocados que estábamos, pues al poco tiempo de estar todos, otra vez acostados y a punto de dormirnos, vino la segunda andanada… Y así se repitió alguna que otra vez más, por lo que no lo pensamos dos veces, pues como estábamos relativamente cerca de Sevilla, decidimos -en buena lid- que lo mejor era volvernos e ir a urgencias de un hospital sevillano para solucionar la problemática que se nos presentaba, pues si nos hubiésemos ido a Faro, que era la ciudad más cercana, a lo peor nos lo hubieran internado y hubiese sido un lío mayúsculo…
Así que preferimos venirnos, perder los días que nos restaban de estancia allí y mirarlo en positivo: que Abel se mejorase, pues lo primero que le iban a mandar, como así hicieron, fue tomar durante unos días dieta blanda, más algunas medicinas…
El viaje de vuelta no fue tan placentero y expectante como el de ida, pues -además- tuvimos que parar varias veces porque la vomitera de Abel se presentaba cuando menos lo esperábamos…
Todos nuestros proyectos saltaron por los aires: darnos una vueltecita en el autobús turístico, montarnos en el barquito para ir a las islas cercanas, visitar el castillo, las muchas iglesias y la ciudad más profundamente se quedaron en suspenso. La vida se presenta así, qué le vamos a hacer, y de esa manera hay que tomarla… Todos nos lo pasamos muy bien, especialmente los niños, pero todo fue tan corto. Pensamos que, si Dios nos da salud (y dinero), en otra ocasión futura, seguro que volveremos a disfrutar, en toda su intensidad, de todo lo que nos faltó por patear y ver en esta escapada fallida.
Sevilla, 28 de marzo de 2024.
Fernando Sánchez Resa