Cuando ya me encuentro solazándome en el bonito patio del chalet de Salud, nuestra simpática maestra de patchwork, voy repasando mental y parsimoniosamente la comida que acabamos de realizar en el “Mesón-Bodega Chispa” del afamado (por la existencia de sus dólmenes y primeros pobladores) y tranquilo pueblecito sevillano, conocido por Valencina de la Concepción.
Son las tardes de los miércoles cuando este grupo de avezadas alumnas (Menchu, Mari Carmen, Inma, Bienve, Conchita, Margarita y Adela) se reúne para elaborar sus artísticos trabajos, que inundan sus hogares y los de sus familiares o amigos con obras dignas de destacar por su belleza y paciencia al realizarlas; todas ellas dirigidas fenomenalmente por Salud, su simpática y empática maestra-amiga.
Y como llevaban tiempo pensando en juntarse para hacer una comida de fraternidad que anudara -aún más (como suelen hacerlo todos los finales de curso)- los lazos de amistad que ya les unen, hoy se han reunido todas en un famoso y acogedor restaurante de este pueblecito cercano a Sevilla para no dejar pasar esta ocasión gloriosa de pasárselo bien. ¡Conforme vamos avanzando en edad, más se valoran estas cosas…!
¡Y mira por dónde, esta vez he sido agraciado con la invitación a este gineceo de artistas, dándome la oportunidad de pasármelo -yo también- pipa, al igual que todas ellas, en tan amable y alegre compañía…! Y, además, me han brindado que presidiese la mesa, como si (un servidor) fuese un personaje célebre…
Otro miércoles pasado ya habíamos quedado para realizar esta comida de fraternidad que hoy, por fin, hemos realizado, pero las movilizaciones del campo y sus tractoradas asustaron al personal.
Su plan era hacer una distendida y sabrosa comida, sobre las dos y media de la tarde, para después, si el sueño, el cansancio o la hilaridad lo permitiesen, dar la clase semanal correspondiente, no exenta de florida charla y encendido humor, como suele ocurrir siempre…
Por eso, aunque yo no sea alumno real del grupo, pues no le doy a la aguja todo lo que debiera, aunque sí lo soy virtual, ya que permanezco entre ellas, en un amplio y acogedor salón, si el tiempo es frío o lluvioso, no así si es primaveral o agradable, pues entonces me quedo entusiasmado en el porche, oyendo los múltiples sonidos campestres y de animales que me envuelven, además de verles las panzas a todos los aviones que pasan por aquí encima, ya que van tan bajos y dispuestos a aterrizar en el aeropuerto de San Pablo de Sevilla, entreteniéndome, también, leyendo -tan ricamente- las dos horas que ellas le dan a sus manualidades…
Así que llegamos al punto de encuentro (cada cual con su vehículo), que era la casa de la maestra, y, una vez bien aparcado, fuimos andando y charlando alegre y distendidamente -con la inigualable cicerona turística Salud- que nos fue llevando por entre sus limpias y bien alicatadas calles hasta el restaurante en cuestión.
Éramos ocho comensales, siete mujeres y un servidor (de ahí el título de este artículo). Y nos instalamos en su hermoso y ancho patio, bajo sus amplios toldos blancos, pues el sol cascaba de firme, disponiéndonos a pasar casi dos horas de buen beber y mejor yantar, en donde la chispeante charla, con multitud de anécdotas personales y de terceras personas, nos iba a acompañar durante todo el ágape, que fue rematado con una sarta de chistes ad hoc, por parte de Margarita, que tiene un memorión y una gracia especial para contarlos, según pida el tema o la ocasión más propicia, provocando la carcajada espontánea y al unísono de todos los comensales. Me recuerda mucho a su padre (D. José Latorre Salmerón q. e. p. d.) que tenía esa misma facilidad de contarlos y escenificarlos con suma gracia…
Democráticamente decidimos pedir tres tapas por persona, muy sustanciosas y apetitosas, por cierto, que estaban para chuparse los dedos: migas con huevo frito y más complementos, ensaladilla rusa, pulguita de atún, alcachofas italianas, solomillo Roquefort, bacalao confitado, solomillo al whisky, croquetas caseras, morcilla de Burgos… Eso sí, bien regadas mayoritariamente con cerveza, sin faltar el vino tinto con blanca e incluso la socorrida agua para algunas.
Todo nos supo a gloria y a la hora de los postres, yo pensé y verbalicé que lo correcto sería pedir cada cual tres deliciosos postres como habíamos hecho con los aperitivos para quedarnos harto satisfechos, pero, tras la carcajada general, nadie me secundó, por lo que me quedé completamente solo en ese tema. Como el postre dulce no podía faltar, cada cual pidió lo que más le apetecía: tarta de galleta, tarta de chocolate negro, tocino de cielo… e incluso fue complementado por el café cortado o descafeinado solo por algunas sibaritas, aunque la leche manchada salió rana…
Dos de ellas (no diré sus nombres…), se ausentaron tras los postres, con el conque de ir al servicio, y los mal pensados creímos que se habían escaqueado para no pagar su parte o -pensándolo mejor- se habrían podido hacer la gracia de pagar todo el montante de lo tomado y bebido, pero ninguna de las dos cosas se produjo. El motivo de tan larga ausencia fue otro más peregrino y muy normal entre féminas: saludar a antiguas amistades que dentro del restaurante se encontraban… Al final cada cual pagó su parte correspondiente, una vez prorrateado el total entre los ocho comensales, en metálico o con tarjeta, finiquitando la comida como buenos hermanos y amigos…
Total que terminamos como el Kiko y recordando aquello de que “panza llena no tiene pena…”, sino todo lo contrario, por lo que volvimos por otro circuito pedestre urbano más largo y algo cuesta arriba con el fin rebajar el exceso de calorías consumido, conociendo un poquito más este lindo pueblecito.
Seguimos con el buen rollo todo el camino y cada mochuelo se fue a su olivo: ellas a seguir ejerciendo, primorosamente y más relajadas que otras veces, la labor que cada una ya tenía comenzada, mientras yo fui a parar a un sillón de mimbre del porche para seguir disfrutando del agradable sol y la maravillosa temperatura primaveral, acompasada de poéticos cantos de los diferentes pájaros que por estos lares pululan, interrumpidos -de vez en cuando- con el ruido de los broncos motores de los aviones que nos sobrevuelan justamente encima, mientras enfilan ya el aterrizaje al aeropuerto de Sevilla (llamado de siempre de San Pablo, pero que el ayuntamiento hispalense quiere cambiar a Diego Velázquez, el mayor exponente de la pintura barroca española).
Total que ha sido una actividad sumamente agradable, enriquecedora y pacífica que será fiel complemento a esta jornada -tranquila y reposada- en la que tanto el bienestar como el gozo personal y colectivo siempre serán patrimonio inmaterial que nuestra memoria guardará en lugar preferente. Nunca olvidaremos el rato tan agradable y distendido que hemos pasado con este ágape tan esperado y que nos lo hemos chutado, cual droga blanda, para alimento de cuerpo y mente.
Hemos quedado todos dispuestos a repetir la experiencia próximamente e ir haciendo una ruta rotatoria en diferentes restaurantes de otras poblaciones cercanas, que bien conoce nuestra polifacética maestra, que además de serlo de enseñanza primaria, ha alcanzado altas cotas como destacada profesora de labores del hogar en toda su vasta extensión y significado.
¡Todos echamos de menos a Menchu que no pudo asistir por motivos personales!
Ilustro este artículo con algunos destacados trabajos manuales de patchwork (uno de cada una de sus componentes -¡hacen tantos!-, pues si pusiera más faltaría espacio).
Conchita tuvo el detalle de traer un regalito a cada una de sus compañeras -no a mí; como yo soy solamente alumno virtual…- de su último viaje a Marruecos. Como es para pegar en la puerta del frigo, seguro que ya luce en todas las casas de sus amigas y en la mía, también…
¡La compañía femenina siempre me ha encantado…! Ellas suelen ser mucho más divertidas e inteligentes que nosotros, los varones, salvo honrosas y raras excepciones. Este grupo me lo está volviendo a corroborar, una y otra vez…
¡Hasta la próxima celebración, que espero no se dilate demasiado…!
Valencina de la Concepción, 6 de marzo de 2024.
Fernando Sánchez Resa