Llevaba tiempo pensando en que tendría que marchar a Úbeda, a finales de marzo, pues un asunto muy importante e ineludible había de resolver.
Por eso, tras varios meses de no volver a mi tierra natal, el día 31, mi esposa y yo emprendimos el viaje de ida, puesto que el 1 de abril estábamos citados en el cementerio de Úbeda para sacar los restos mortales de mi madre y juntarlos con los de mi padre para toda la eternidad, ya que hasta que no se hubiesen cumplido cinco años de su fallecimiento no podíamos hacerlo.
El viaje lo emprendimos con nuestro coche, tranquila y sosegadamente, por la tarde, amenizado por buena música clásica, mientras atravesábamos tres provincias andaluzas en las que el tiempo fue a peor, especialmente cuando llegamos a Andújar, en donde los cielos caían sobre nuestro coche en una lluvia torrencial que asustaba. Desde allí hasta Úbeda siguió el imponente meteoro acompañándonos. Habíamos dejado Sevilla con dieciocho grados y llegamos a Úbeda con seis y sensación térmica de tres. De golpe, nos dimos cuenta del frío que pela de nuestra tierra.
Nuestra casa nos esperaba toda fría y deshabitada, con alguna protesta de su parte… Menos mal que siempre hay buenos vecinos (Carlos y Mariani, por ejemplo) que nos ayudaron en los momentos más necesarios.
Habíamos sido enterados que, ese mismo día, había caído una granizada tremenda en Úbeda, gracias a las múltiples fotos y los artículos que me mandaron varios de mis buenos amigos wasaperos. Solamente nos habría hecho falta que nos hubiera pillado a nosotros la bestial granizada también…
La noche fue corta, pero gélida, con dificultad para conciliar el sueño. A las ocho y media del viernes (1 de abril), ya estaba yo en las puertas de San Ginés esperando a mi hermano Antonio para hacer el obligado traslado, observando los inmensos charcos que había en sus inmediaciones. Nadie más de la familia quiso acompañarnos, pues como era de prever -con nuestra consanguinidad de por medio- iban a ser momentos crudos y dolorosos…
El frío era el típico de Úbeda en los inviernos (a pesar de ser primavera), pero que -como llevo ya casi cinco años en Sevilla- lo tenía casi olvidado…
El encargado del cementerio ya lo tenía todo listo. Bajamos al último patio del campo santo, en donde se erigen los edificios de nichos más nuevos y recientes por orden alfabético. Allí se encontraba la máquina para bajar el féretro de mi madre, con un par de bragados obreros.
Con expectación y nerviosismo, aunque serenos, comprobamos que se encontraba intacto. Al abrirlo, contemplamos lo que quedaba de ella, tras haberse llevado su amada carnadura el tiempo fugitivo que todo lo consume. Yo quise ver en su osamenta, bien armada, la expresión de dulzura de mi madre, ladeada levemente su cabeza hacia el lado derecho y con sus manos entrelazadas cual si se hubiese quedado estáticamente rezando al Dios que tanto creía y amaba para que su tránsito terrenal fuese lo más leve y ligero posible.
Entonces, mamá, te pusieron en tu nuevo sudario y ascendiste hasta el sexto piso en donde te esperaba pacientemente papá desde hacía ocho años, observando permanentemente el ancho horizonte baezano, con la torre de la catedral como vigía…
Y él te diría: «¡Cuánto te he echado de menos, Manuela! Al fin estamos juntos y podremos vivir eternamente unidos, hasta que llegue la resurrección de los muertos».
Mi hermano y yo, cuando los albañiles-enterradores cerraron su féretro y taponaron la entrada del nicho, marchamos tristes y un tanto cabizbajos, aprovechando, no obstante, para visitar y rezar a otros familiares cercanos fallecidos recientemente o tiempo ha, como a Margarita Vico, mis suegros o a un amigo de mi infancia, José Lamarca, que ya se encontraba con sus padres en el patio nuevo del cementerio.
Entonces es cuando pensé en la paz que gozan los muertos y me acordé de la RIMA LXXII de Gustavo Adolfo Bécquer, que tanto declamaba de memoria mi padre: «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!…»; si no fuera por nuestro intencionado recuerdo de cariño, oraciones y amor.
Me sentí identificado con San Francisco de Borja, cuando acompañó el féretro de Isabel de Portugal hasta Granada, tras morir en Toledo a los 36 años; y cuando la destaparon vio cómo se había esfumado su belleza. Por eso, exclamó: “Nunca volveré a servir a señor que se me pueda morir” ; no queriendo, a partir de ese momento, atesorar riquezas humanas o terrenales sino que prefirió escoger el duro camino de hacer el bien a todo el mundo, tratando de conseguir méritos para el verdadero Cielo…
Sevilla, 17 de abril de 2022. Domingo de Resurrección
Fernando Sánchez Resa