Manuel Martínez Molina, un hombre bueno y generoso
No he escrito nunca un obituario. Hace unas horas me han dado una noticia de las que te marcan el alma y la memoria para siempre: “Manolo Martínez Molina ha fallecido esta mañana”. No puede ser, es la respuesta que brota de inmediato en mi interior. Pero, si habíamos hablado por teléfono hace pocas semanas; si estaba bien; si hace poco más de dos meses había superado con una entereza y un estoicismo dignos de admiración la tortura interminable de un herpes zoster; pero, si estaba lleno de vida; pero, si… No había escrito nunca antes un obituario y aquí estoy tratando de dar el último adiós a un hombre bueno, a un ser humano de una generosidad y lealtad sin límites, a un entrañable y cariñoso amigo.
En El libro de los réquiems, Mauricio Wiesenthal cuenta que en el cementerio protestante de Capri hay una tumba con estas palabras de Giuseppe Mazzini: “No existe la muerte, sólo existe el olvido”. Una frase rotunda que encierra una gran verdad: el final de nuestra existencia no lo certifica la muerte, sino el olvido. Nuestra existencia, no biológica sino biográfica, acaba definitivamente cuando el olvido borra hasta el más mínimo rastro de lo que fuimos. Y a la inversa, nuestra existencia depende de la memoria de los demás. De ahí que la memoria se convierta en un problema moral para los vivos, que adquieren la responsabilidad de hacer que sigan existiendo aquéllos que ya muertos consideran que deben sobrevivir.
En sus últimos años, Borges escribió un soneto (“Ya somos el olvido”) cuyo primer verso es brutal, tremendo, como un disparo en el centro de tu conciencia: “Ya somos el olvido que seremos”. Todos estamos condenados a ser olvido y polvo, sí; pero la memoria puede neutralizar ese olvido. Nuestra memoria, como personas generosas y agradecidas, tiene la potestad y el deber de convertir en inmortales a sus seres queridos.
Amigo Manolo, nunca te olvidaremos.