Hace tiempo que estoy pensando en expresar por escrito lo que siento y cuánto me gusta ir (todos los días laborables) a echar las cortas mañanas en un lugar maravilloso de Sevilla, en la calle Parras: la escuela infantil bilingüe Kindermundi (un centro educativo de bandera), en donde me quieren y me miman tanto, mientras yo les correspondo con la misma moneda. Son mi delicia mis jóvenes, guapas y dulces maestras y/o cuidadoras: Sara, Eva, Gina, Serafina, Linda, Kathrin, Julie y las dos que se han marchado hace poco: Lena y Theresa; así como mis encantadores catorce compañeros: Laura, Amelia, Marco, Alba, Clara, Iago, Mario, Cloe, Abril, Pablo, Luis, Nico, Olivia y Antonia, con los que tanto juego y me divierto; tanto es así que no pierdo la ocasión de abrazarlos y besarlos frecuentemente ya que, gracias a Dios, por mi edad no tengo prohibidas (como los mayores) esas expresiones de manifiesto cariño, por culpa de la dichosa Covid, palabra que ya sé pronunciar perfectamente de oírla tan a menudo en boca de mis padres, familiares, maestras y amigos.
Aunque, todavía, si me dan a elegir, prefiero irme a casa de la “ía” pues allí hago lo que quiero, me divierto con los mil y un juegos que tenemos mi hermano y yo, o veo la tele, con predilección especial en Netflix y los vídeos de autobuses que me chiflan… Siempre pido una moneda (de chocolate) de las que nos trajeron los Reyes Magos, como me dicen que hacían los ciegos antiguamente que iban pidiendo limosna por las casas.
No todo fue tan de color de rosa desde el principio, pues tuve, a primeros de septiembre del año pasado, como todos mis compañeros, un período de adaptación en el que mi mamá, mi papá o mi abuelito materno me acompañaron en esos momentos tan cruciales en los que, tras dos años en mi casa, tan cerquita de mis familiares, especialmente de mi mamá (¡cómo me gustaba y sigo queriendo mamar teta de su lindo y tierno pecho!), era un gran trauma y una prueba de fuego vital para mí, dejarla a ella e irme todas las mañanas a un lugar desconocido, rodeado de gente nueva, muy simpática y todo, por cierto, nadie lo duda, pero novísima y extraña para mí. Pasé mi período de adaptación, con sus momentos de adelanto y, alguno que otro de atraso, hasta que ya estuve perfectamente integrado y aceptaba y asimilaba que tenía que ser así, para que yo me fuese socializando como todo buen hijo de vecino. De todas formas soy sumamente social y simpático (según oigo decir continuamente a mis familiares y amigos) y me viene muy bien marchar por la mañana temprano a la calle Parras para quedarme, tan ricamente, con mis queridas señoritas y/o cuidadoras, sintiendo de cerca su simpatía y cariño, y también su sabiduría a la hora de educarnos y criarnos, pues siempre están pendientes de nosotros cual si fuésemos sus hijos naturales por encomienda de nuestros papás y mamás. Ellas siempre están documentándose y estudiando el método Montessori para llevarnos al mejor puerto educativo. Y es que nos quieren tanto…
Estoy aprendiendo mucho vocabulario y expresiones, especialmente, en español y alguna cosa en alemán, pues aquí las señoritas son bilingües y varios de mis compañeros tienen padres de otras nacionalidades (alemana, italiana, estadounidense, etc.) ¡Parece que ya me encuentro en un centro internacional sevillano!
Me encanta la música y capto muchas de las canciones que repasamos diariamente e incluso, luego, las voy tarareando abiertamente, mientras me bajan o suben -a Kindermundi– mi mamá o abuelito. Oigo que me dicen (o les dicen a sus familiares o amigos) que soy un encanto y muy agradecido, pues siempre estoy dispuesto a dar besitos y abrazos a quien bien me quiere, sin tener reparo alguno; y a compartir la comida que tengo, por ejemplo, las rebanadas de pan que me baja mi “ío” al recogerme todos los días con Nico o Iago o cualquier otra amiguita.
Aunque juego con todos mis compañeros, siempre tengo cierta predilección por mi amigo Iago, con el que paseo diariamente por el patio, dándole la mano y contándonos nuestras cosas; también por Nico o Pablo, e incluso por algunas encantadoras niñas, pues son tan bonicas que nos decimos hola o adiós, con nuestras manitas de nácar, que están para comérnoslas (según nos dicen frecuentemente).
Sé decirle a mi abuelito cuando me recoge, a las dos y media, lo que he comido y si me ha gustado o no; o si he llorado y por qué; e incluso, como ya me están iniciado en el futuro control de esfínteres, cuando juego en mi casa con la pelota, me siento en ella, y voy diciendo que he hecho pipí o caca, con la consiguiente carcajada de mis padres o abuelos. También me gusta hacer carreras, como mi hermano me ha enseñado, y se las propongo al “ío” o a mamá y siempre les gano. Me dicen que parezco un perdigón, corriendo, casi volando. A quien no puedo ganarle (por ahora) es a Abel, él es más fuerte y más rápido que yo, pero ya creceré y se andará el camino. Como me han enseñado mis amigos, sé ponerme abierto de piernas, en medio de la acera, para decirles claramente a mis familiares o amigos que por allí no se puede pasar. Y bien que me entienden y hasta se echan a reír; pero me hacen caso…
Hay una cosa que no me ha gustado nada y es coger los varios resfriados e infecciones que he pescado y que también atrapan todos mis compañeros; según dicen, los entendidos en la materia, es el peaje que tenemos que pagar religiosamente por socializarnos; y es que siempre ha sido así, lo hagamos en la guardería o en el parvulario. Qué le vamos a hacer, lo afrontaremos como podamos; aunque eso de que me lleven a mi pediatra no me gusta nada y me hace llorar desconsoladamente… ¿Por qué será?; o ¿y eso por qué?, como vengo repitiendo continuamente en mis conversaciones, con el fin de saber cómo funciona este mundo, las personas, los animales y las cosas que lo habitan.
¡Ah!, que se me olvidaba un dato muy importante: me llamo Saúl Sola Sánchez. Tengo la suerte de seguir mamando teta, cómo me gusta pedírsela a mi mamá a cualquier hora del día o de la noche (que no se me enfade nadie, pero es a la que más quiero y querré siempre en el mundo), a pesar de que ya tengo dos años y casi cinco meses. Me libera de muchas tensiones y me adormece haciendo mucho bien a mi sistema nervioso y a mi salud, en general, además de las defensas naturales que me va generando. Me siento tan importante en casa que hasta mi hermano, algunas veces, tiene celillos momentáneos de mi persona y me imita al actuar y hablar (al igual que yo lo imito a él) y solo quiere que mamá sea la que lo atienda. Lo comprendo perfectamente. Yo, si tuviera otro hermano o hermana menor, haría lo mismo que él con tal de que mi mamá no dejase de atenderme, quererme y mimarme continuamente.
Cuando me recoge mi “ío” Fernando siempre me lleva de regalo dos o tres rebanadas de pan tierno (otras veces me ha traído regañás o galletitas, como yo las llamo), que no me importa compartir con los amigos que hacen el mismo camino de vuelta a casa que yo. Me gusta ser dadivoso. También me gusta recibir el mismo regalo de otros de mis compañeros. Me siento tan feliz…Si veo a mi hermano Abel venir, cogido de la cuerda, con sus compañeros y señoritas que llegan desde su cole (Huerta de Santa Marina) para comer en Kindermundi, me agarro de su mano y caminamos juntos, parte de la calle Parras, hasta que llegamos a la puerta por la que entran los mayores, que es distinta de la que yo salgo. La nuestra parece un escaparate de infantes gloriosos al cuidado de sus múltiples cuidadoras, que son auténticas madres hasta que llegan los papás (o las mamás) verdaderos a por nosotros; o los abuelitos o algún familiar o conocido. A muchos se les corre la gacha y lloran desaforadamente porque ya quieren estar en brazos de sus mamás. Yo, como ya voy siendo mayorcito, lo que hago es saludar a mi “ío” e irme a que me pongan los zapatos y el abrigo para pasar un rato sumamente agradable de paseo de vuelta a casa, hasta que me canso y le digo a mi “ío” que me siente en mi carrito, con la gran ilusión de llegar pronto a casa de la “ía” Margarita para que me dé algún regalito de chocolate de la pasada navidad, pues los Reyes Magos se portaron muy bien con nosotros y nos trajeron (a mi hermano y a mí) abundantes monedas, botellitas, paragüitas, billetes… que son la delicia para nosotros dos y siempre que pienso en ello se me hace la boca agua. Muchas veces estoy tan cansado que en el corto trayecto que resta, desde que me sienta el abuelito en la silleta hasta la casa de la “ía”, caigo en los brazos de Morfeo y no puedo tomarme el regalito ansiado; pero en cuanto me despierto lo pido con gracia y con firmeza. A ver si se van a pensar los abuelitos que soy tonto y se los van a comer ellos…
Sé que Kindermundi tienen una escuela de familias muy interesante para que los padres novicios o avezados puedan complementar su sabiduría a la hora de educar a sus hijos. Y que su línea pedagógica se define como Escuela Libre. Por eso, en nuestra escuela infantil tenemos tiempo para leer, jugar, correr, comer, cantar, dormir, hacer manualidades y para mucho más. Sara, su directora, además de ser muy guapa y quererla yo mucho, es una excelente pedagoga que trabaja con sabiduría y corazón, sabiendo sacar lo mejor de cada uno de nosotros respetando nuestro desarrollo personalizado e integral. Arne (un sonriente alemán, enfundado en un andaluz auténtico) es nuestro simpático cocinero, pues sabe prepararnos el menú equilibrado diario con solvencia, alegría y profesionalidad.
Hay que darle gracias a Dios y a Sara, porque ella ha resistido como una leona el persistente embate de la Covid durante los pasados años, sin que esta pandemia haya conseguido tumbarla como, por desgracia, ha ocurrido con tantos otros negocios de autónomos emprendedores. Ojalá siga sembrando educación, sabiduría y esperanza durante muchos años, en este centro de Sevilla que tanto la necesita. Las pasadas, presentes y futuras generaciones de infantes (así como sus padres y abuelos) siempre se lo agradecerán y la tendrán presente en su amable recuerdo.
Ayer nos ocurrió algo que nunca nos había pasado viniendo de Kindermundi. Íbamos por mitad de la calle González Cuadrado (yo iba tirando de la cartera de mi hermano y mi “ío” estando muy pendiente de mí) y entonces pasó una pareja de turistas jóvenes, que al vernos, la muchacha nos soltó un inesperado «qué guapos sois, los dos», que nos dejó gratamente sorprendidos; menos mal que mi abuelo supo responderle acertadamente «Tú sí que eres guapa»; y nos quedamos tan frescos los tres. Y es que este piropeo continuado tiene que ocurrir principalmente en esta tierra de Sevilla, tan alegre y espontánea, más que en cualquier otro lugar del mundo.
Sé de buena tinta (porque se lo he oído decir a mi “ío”, cuando hablaba con los padres de mi amigo Nico) que un Kindermundi como éste se necesitaba en Sevilla y otras partes de España, para atender decentemente a la vejez de nuestros padres o abuelos, cuando fuese precisa; para que los atendiesen con el mismo mimo, cariño y respeto que nos dedican a nosotros, infantes sevillanos, que somos el futuro de nuestra ciudad; y no encerrar a los pobres abuelitos en residencias espartanas, en donde les sacan el dinero y la salud de mala manera, dejándolos morir en soledad, como ha ocurrido en la pandemia de la Covid que todavía padecemos. ¡Ojalá hubiese alguna valiente emprendedora (como nuestra querida señorita Sara) que fuese intrépida y capaz de organizar un Kindermundi para ancianos! Yo, ya desde hoy, les diría a mis padres que me apuntasen para cuando llegase a ser viejito.
Por eso, cuando estoy en brazos de mi mamá o en mi cunita o en la cama, me vienen bonitos y emotivos recuerdos del bello y encantador lugar en el que paso las mañanas tan alegremente; y me digo para mí mismo, imitando a alguna película conocida, «Kindermundi, meine liebe (mi amor)».
Sevilla, 12 de febrero de 2022.
Fernando Sánchez Resa