Erase una vez dos pueblos andaluces separados por 4 Km que desde tiempos inmemoriales y por cuestiones tan extrañas y misteriosas como desconocidas, estaban siempre a la gresca. Y así como ocurría en la tradicional guerra del tomatazo en Buñol, los dos pueblos jiennenses se enfrentaban en un lugar llamado “El Paso” para descalabrarse mutuamente. Tan acostumbrados estaban al apedreamiento que si en tiempos lejanos se distraían observando el vuelo de las fastuosas cigüeñas, ahora se solazaban curioseando el revoloteo de las avionetas que fumigaban aquellos olivares que meses después habrían de producir el dorado líquido que constituía la riqueza más firme de la región.
Un día, en el cielo, se decidió castigar semejantes belicosidades. Porque allá arriba no estaban dispuestos a consentir que dos pueblos cristianos vivieran en perenne conflicto. Así pues, ángeles, santos y beatos se reunieron bajo el mandato del Supremo, quien designó como delegado ejecutor a San Fomento. Tras una rápida asamblea y una no menos diligente reflexión, se decidió por unanimidad aplicar la propuesta de castigo manifestada por San Fomento: enviar a la región donde se situaban los dos pueblos una plaga en forma de sucesivos y asustadizos terremotos. Tal diligencia afectaría por igual a los dos pueblos y ello —pensaron los congregados celestes— crearía en los ciudadanos cierta actitud de comprensión mutua cuando no de entendimiento y solidaridad.
Llegó, pues, el día y empezaron a producirse intensos temblores en los campos, calles, plazas, torres y casas de los dos pueblos beligerantes. Uno tras otro se fueron sucediendo hasta más de dos mil terremotos. Incluso se pensó en el cielo que a San Fomento se le había ido la mano.
Ignorando las causas de aquellas sacudidas, los vecinos de Sabiote y sobre todo los de Torreperogil —que así se llamaban los dos pueblos— estaban alarmados. Cuando menos lo esperaban una silla se desplazaba, la lámpara colgada del techo se mecía como un columpio, la cal de las paredes se resquebrajaba y en la calle se agrietaba el asfalto. Nadie vivía tranquilo. A tal punto que algunos vecinos dormían en sus coches o en el campo temiendo que durante la noche se les cayera el techo encima. Hubo quienes abandonaron el pueblo y los párrocos reclamaron plegarías y procesiones conjuntas.
En este desasosiego vivía el vecindario de los dos pueblos andaluces sin saber que esta desazón era contemplada con verdadero disgusto por ciertos habitantes celestes. Particularmente por un matrimonio formado por un sabioteño y una torreña. Consideraban que el castigo se prolongaba demasiado y que convendría concluirlo ya que sabioteños y torreños empezaban a dar indiscutibles muestras de desear vivir en paz y armonía.
Trasladaron la queja a San Fomento, el cual por entonces se estaba solazando en paradisíacas nubes pero que tras comprobar la verdad de lo que aseguraban ordenó que cesaran los terremotos. (Dicho lo cual tal demorada decisión nos conduce a la humana reflexión de que las cosas del cielo van despacio porque en cuanto se descuidan un poco han pasado siglos en la tierra. Porque ya se sabe: allí, en el cielo, todo es eterno).
Espíritu algo suficiente, San Fomento quiso exculparse ante los descontentos y no encontró mejor argumento que echar la responsabilidad de tal desaguisado al arbitrario y antojadizo movimiento de dos placas tectónicas, la africana y la europea. Según la teoría de San Fomento, esas dos placas tectónicas, tan grandes ellas, les habían cogido ojeriza a los dos pueblecitos de la provincia de Jaén. El dictamen era tan “evidente”, que no admitía ningún otro tipo de resolución.
Pasaba el tiempo y San Fomento, no lograba dormir tranquilo debido al remordimiento que le procuró su desacertado veredicto. Fue entonces como, a modo de compensación, decidió regalar, sobre todo a los torreños que habían sufrido con más ímpetu los temblores, una cueva muy grande para que hicieran con ella lo que gustaran. Durante un sueño, el Santo comunicó a las autoridades civiles de los dos pueblecitos que a tres kilómetros de profundidad existía una enorme gruta de la que podían disponer a su gusto. La noticia fascinó tanto a los habitantes que enseguida echaron a volar la imaginación pensando que encontrarían en la gruta vestigios por lo menos tan espléndidos y valiosos como los de las pinturas rupestres de Altamira o como el grandioso espectáculo de estalactitas y estalagmitas de las cuevas de Nerja. Y ya pensaban enriquecerse al convertir la cueva en un sensacional atractivo turístico y quién sabe si un día la UNESCO la designaría Patrimonio Mundial de la Humanidad.
Transportados por el entusiasmo y sin gran planificación previa los habitantes de los dos pueblos vecinos se organizaron en turnos y taladraron con ahínco y sin descanso la tierra hasta que llegaron a la prometida gruta la cual les sorprendió por sus imponentes dimensiones y, sobre todo, por la total ausencia tanto de huellas o residuos prehistóricos como de prodigios geológicos. En fin, la cueva mostraba el más árido panorama de una enorme cavidad monda y lironda.
Surgió entonces la gran pregunta: ¿Qué turista se atreverá a descender unos kilómetros bajo la superficie de la Tierra para encontrarse con este vacío estepario? Pronto cayeron en la cuenta de que habían vendido la piel del oso antes de matarlo. Pero ¿cómo pensar que San Fomento se habría burlado una vez más de ellos? ¿Qué hacer entonces con esta descomunal hendidura?
Y como ocurre a menudo, hubo división de opiniones: más de uno se dijo que «el señor San Fomento podía haberse guardado el regalo donde yo sé». En cambio otros, a pesar de la desilusión, pero arropados por ese ingenio pragmático que caracteriza a la gente de “La Loma” jiennense, pensaron que aquella inmensa cueva podía ser la solución ideal al problema del almacenamiento del alpechín que tantos trastornos de espacio y de olores les procuraba cada año. Efectivamente, los abundantes desechos de la recolección de la aceituna podrían deslizarse con suma facilidad hacia la cueva ya que ésta se situaba muy por debajo del nivel freático
Comenzaron, pues, a encauzar el líquido espeso, negro y maloliente hacia las profundidades de la tierra. No tardó en producirse, por la descomposición, un fuerte olor a metano. Desde su celestial altura, San Fomento observaba a sus protegidos y empezó a sonreír cuando vio que cayeron en la cuenta de que podían almacenar en la cueva grandes cantidades de biogás para luego distribuirlo al resto de España.
Y así fue como, por así decir, «sin comerlo ni beberlo», una región con pobres recursos energéticos, se descubrió una manera de conseguir gas mediante recursos naturales.
Hoy, año 2050, la zona de “La Loma” es rica en aceite de oliva y uno de los lugares más importantes de España en la producción de biogás.
Así fue como San Fomento, al ver su descuido reparado, recuperó la beatitud celestial.
Y los habitantes de “La Loma” vivieron contentos y felices comiendo perdices. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
Pepe Aranda
Dedicado a mi Maestro literario Antonio Lara
¡Qué buen alumno eres de tan gran maestro!
Te ha salido un cuentecillo muy real y súper pedagógico que se lee de corrido, pensando siempre en cómo acabará esa historia, si como la vida misma…
¡Ojalá se cumplan tus pronósticos, loable y ejemplar sabioteño…!
Un fuerte abrazo Pepe y sigue deleitándonos, por favor, con tus graciosas y entretenidas ocurrencias.
Fernando
Gracias amigo y maestro Fernando, es para mi un honor el que te haya gustado. La ocurrencia me la dieron servida y fue fácil hilvanar el cuento. Muchos abrazos para que puedas repartirlos por tu, ahora, Sevilla.
Joé Pepe eres un literato nato. Un abrazo.
Gracias amigo To+, nunca me dio por escribir, en esta ocasión fue por pura diversión. Ya sabes que lo mío son los soldadores. Abrazos chillaos.