Desde muy pequeño me han gustado todo tipo de coches, camiones, grúas, tractores y similares, aunque fuesen de juguete, pero, eso sí, a imitación de los auténticos; por eso, cuando mi tita Mónica me regaló un coche de verdad, que se alimentaba con pila recargable en la red eléctrica (como los coches eléctricos de los mayores de ahora), aunque adaptado a mi poca edad, ya que no era simplemente un juguete para mí, sino algo mucho más voluminoso y real, pero totalmente ilusionante y reconfortante, quedé sumamente impresionado, la primera vez que lo vi, cuando me lo regaló, sabiendo que iba a ser mío para siempre, se me pusieron los ojos como bolillas y sentí una sensación placentera indescriptible.


Tendría yo dos añitos escasos, por aquel entonces (hoy soy más mayor, puesto que ya tengo seis y estoy en primero de primaria). Así es que ya empecé a aficionarme a ser “conductor de primera” (como dice la canción que cantaban mis abuelos y padres cuando iban de excursión con sus compañeros o amigos escolares), de ese coche negro que tanto me gusta y con el que tanto disfrutaba, allá en el inmenso patio de la casa que tienen mis abuelitos maternos en la parroquia de San Nicolás de Bari de Úbeda (Jaén).


Al principio, mis padres o abuelitos maternos, eran los que me explicaban y ayudaban cómo conducirlo sin tener ningún tropiezo. Yo, como era y soy bastante hábil para ello (según oigo decir a mis padres, titos y abuelos); y, además, como me interesaba tanto ese tema, fui aprendiendo con sumo interés a conducir poco a poco, no sin propinarle algún que otro pequeño bollo o desollón a la parte delantera o trasera del chasis, por lo que sufría de lo lindo, aunque fuese poca cosa; tratando de remediarlo con un trapo mojado que me proporcionaba mi abuelita o mamá para que la pintura negra no se fuese del todo.


Y es que, al principio, solo sabía coger el volante con fuerza y llevarlo doblado fijamente hacia la izquierda o a la derecha, por lo que mis recorridos, en mis rallies infantiles, eran en círculos concéntricos o similares, cual si estuviera montado en una atracción de feria fija; hasta que aprendí cómo se metían las marchas (para adelante o hacia atrás), acelerando o levantando el pedal del acelerador (pues no tiene pedal de frenado) y accionando a derecha o izquierda el volante con más destreza. Las primeras veces iba hierático, como si fuese una estatua, pues creía que si me movía el coche se me podría ir de las manos y tendría un accidente; cosas de principiante y de niño chico, vamos…


Siempre querré a mi querida Úbeda por muchas cosas: los churros con chocolate, los ricos ochíos, sus variados parques infantiles o de mayores, sus bonitas y bellas iglesias y monumentos, sus recoletas plazas y callejuelas, etc., pero, especialmente, porque allí fue mi aprendizaje temprano de conductor, hasta que en un viaje a Úbeda lo recogieron los titos Emilios (como yo les llamo algunas veces, conjuntamente, a la tita Mónica y al tito Emilio, por mi afán de simplificar), desde la Mancha, en donde viven, y luego lo trajeron a Sevilla. Dios les pague, el favor que me hicieron: ¡tener en mi casa mi deseado coche!


La verdad es que en Úbeda me sentía muy importante y estaba deseando volver desde Sevilla (puesto que mi residencia habitual está aquí), para conducirlo serenamente, siendo capaz de montarme -yo solito, en mi coche-; al que apodé “fantástico”, porque para mí lo era (y lo sigue siendo), pues tenía el poder de desplazarme sin tener que andar, como si fuera una persona mayor.
Aquí, en Sevilla, he ido creciendo y aprehendiendo otros diferentes saberes prácticos: ya sé montar en bici sin “ruedines” y también estoy aprendiendo a montar en un patinete de niño mayor, siempre bien equipado para no provocarme ninguna lesión; salto ya cuatro escaleras desde arriba hasta el portal… y esta pasada Navidad me han traído los Reyes Magos unos patines de ruedas a los que estoy deseando montar y dominar; ¡ah!, también me han echado una cometa con la que ya sueño ir volando con ella por el parque del Alamillo…


Es todo un espectáculo visual, gracioso y lúdico vernos pasear -con mi coche fantástico- a mi hermano Saúl (que ahora tiene dos añitos, como yo tenía cuando empecé a conducir) y a mí. Somos la admiración de las Setas o de la Alameda de Hércules y sus calles adyacentes, cuando nos ven marchar, tan tiesos y orgullosos, tanto los vecinos autóctonos como los turistas nacionales o extranjeros, ya que se paran a mirarnos, piropearlos e incluso a hacernos alguna foto, siempre con la alegría sonriente en sus semblantes…
Yo ya conduzco de maravilla, aunque esté feo decirlo (es lo que oigo a mi alrededor), pues hago un perfecto aparcamiento, a los pies de la cama de mi dormitorio, y lo llevo -suavemente y sin chocar con nada- cuando lo saco por el largo pasillo de mi piso hasta el portal de la casa en donde vivimos. Luego, cuando enfilo la plaza de San Juan de la Palma o me subo por la calle Regina -que es peatonal- y avistamos las Setas, somos la admiración del barrio. ¡Y a mucha honra…! A mi hermano le encanta ir de paquete al lado mío y hay veces que se cansa y es preciso sacarlo rápidamente del vehículo para que no se enfade. Pero disfruta mucho de los viajes que yo le hago y, como yo, está deseando de darse una vueltecita por las Setas o la Plaza del Cristo de Burgos a cualquier hora o día.
Anécdotas se podrían contar muchas, pero me quedaré con las dos o tres veces que se nos ha acabado la batería y mi pobre abuelito Fernando ha tenido que traerlo a rastras, amarrándolo del tirador que lleva en la parte delantera y poniéndole las dos ruedas accesorias que tiene en la parte trasera, para poder ser transportado decentemente. No obstante, pesa mucho y mi abuelito -que no está muy allá de la espalda- ha debido hacerse el fuerte y traerlo a pie para casa. Lo que siempre le agradezco. Es digno de recordar cómo iba él, acompañado de la peña que íbamos de excursión, especialmente Saúl y yo, mostrando lo derrotados que estábamos; y más si nos pillaba más lejos que de costumbre. Por eso ya, por precaución, no nos aventuramos a desplazarnos muy lejos, por si la batería falla y hay que tirar del carro (como dirían en Sudamérica); nunca mejor dicho.
¡Ah!, se me olvidaba decirles, queridos lectores, me llamo Abel y mi hermano Saúl ha heredado todos mis gustos y aficiones, pues tenemos nuestra casa y la de los abuelitos maternos empantanada de juguetes motorizados. Pronto tendremos que salirnos para que ellos puedan habitarlas a sus anchas…
Sevilla, 16 de enero de 2022.
Fernando Sánchez Resa

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