Miguel Pasquau Liaño.
La tenacidad de un Jesús Mendoza que empezaba a declinar y la de mi madre, inmune a la entropía, hizo posible que recuperásemos, hace quince años, en forma de libro, toda una época de nuestras Escuelas, con una recopilación de escritos de mi padre, Juan Pasquau: “Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia. Memoria de una época”.
Me impliqué en ese proyecto, y encontré una miscelánea de historia, personas, afanes, anécdotas, recuerdos y reflexiones que se superpuso a mis propios recuerdos sobre las que fueron mis Escuelas en la Primaria. Comprendí la enorme importancia que la institución ha supuesto para una ciudad como Úbeda, y la gran inyección de dignidad que recibimos sus destinatarios, los alumnos. Úbeda no es del todo consciente de que debe su notable equilibrio social a, en buena parte, la formación cultural y profesional que tantas personas recibieron en SAFA: es algo de lo que estoy convencido, y lo he hablado con no pocas personas. También estoy convencido de que Úbeda debe al desembarco de los jesuitas un empujón intelectual y espiritual de calidad que le ha dejado marca.
Me pareció que la SAFA que se rescataba en aquellos escritos de mi padre era un “tiempo fuerte” y un escenario privilegiado para situar allí una novela. Me interesaba rendir tributo a esa legión de personas empeñadas vocacionalmente en “dar la vida por sus alumnos”, más que en ganarse la vida con un trabajo, y me puse a pensar en una historia que, aunque inventada, bien hubiera podido suceder en las Escuelas en un momento en que, como España misma, empezaban a alejarse de la épica de la postguerra y avanzaban, no sin algunos conflictos, hacia un inevitable estallido democrático.
Pedí a mi amigo Fernando Resa que me consiguiera una “visita franca” a las Escuelas y todas sus instalaciones, y allá fuimos los dos, con todas las llaves a nuestra disposición: incluidas las de la cripta de la iglesia, que jamás había visto, donde intuía que podría encontrar algo, un detalle o un enigma, el cabo de un hilo del que tirar para encontrar un ovillo. Esto debo explicarlo.
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Hay equívocos que son restos de la infancia que se acorazan, se encapsulan, y resisten a la tiranía de la evidencia, formando una especie de quiste irracional en la mente del adulto. Cada cual conservamos alguno de esos islotes dentro de los que sobrevive nuestra infancia. Se van deshaciendo uno tras otro con el tiempo, pero algunos duran más de lo esperable, como esos bloques de hielo a la deriva desgajados del Ártico que alcanzan latitudes inverosímiles.
Una de esas confusiones inverosímiles la tenía yo con la cripta de la iglesia de las Escuelas. Durante mucho tiempo yo creí que el ábside cuadrangular del templo de las Escuelas que preside la avenida de Cristo Rey, tan parecido en forma y tamaño a uno de esos inmensos silos construidos por el Servicio Nacional del Trigo a los que llaman “catedrales del campo”, era, entero, la cripta en la que estaba enterrado el Padre Gómez, el primer muerto de las Escuelas. Tardé mucho en darme cuenta que esa mole no podía ser otra cosa que el presbiterio del templo, en el que no hay ningún muerto, sino, alojado en la pared frontal, sobre el altar, una figura de Cristo Resucitado con los brazos extendidos en forma de cruz, suspendido en el aire gracias a unos anclajes que lo sujetan desde el retablo. Como si mi cerebro no hubiese hecho nunca el esfuerzo de combinar y relacionar el interior y el exterior del templo, yo los tenía disociados: por dentro, el Cristo luminoso, el altar, el sagrario, el púlpito y una imagen de la Virgen; y desde fuera, desde la calle, la cripta oscura custodiando al Padre Gómez.
Soy capaz de recordar con precisión el momento perdido de la infancia del que venía esa confusión. Fue en una remota tarde en la que jugaba con un amigo en el patio de las casas de los maestros, contiguo a la parte trasera de la iglesia, donde se alza el gran ábside. Dábamos risotadas y balonazos contra la pared, y la madre de mi amigo, Asunción Franco, maestra de SAFA, salió al balcón a regañarnos: “¡niños, no hagáis tanto ruido, que ahí, en la cripta, está enterrado el Padre Gómez!”. Conseguiría así doña Asunción dormir la siesta, porque nos entró -al menos a mí- un temor reverencial que acabó con el juego. Miré el paredón contra el que jugábamos, y pensé que era la cripta. Imaginé una enorme oscuridad del tamaño de ese descomunal edificio, con un muerto dentro: el Padre Gómez, tumbado allí con su sotana, pálido o quizás ya convertido en calavera, dentro de aquella ballena, en la inmensa soledad de esa cripta que profanábamos con la pelota y las risas.
Duró mucho ese equívoco absurdo, y al deshacerse se convirtió en la curiosidad por saber dónde estaba y cómo era en realidad la cripta. Aprovechando unos días de vacaciones en Úbeda, le pregunté a Fernando Resa si había alguna manera de visitar la cripta. Él habló con el director y, pese a que las Escuelas estaban cerradas por vacaciones, consiguió las llaves. Y una mañana de agosto, a hora todavía temprana y fresca, nos citamos en la puerta de entrada de las Escuelas.
Hicimos un recorrido por todas las instalaciones, las nuevas y las antiguas, y viejos recuerdos fueron aflorando en aquellos espacios en los que pasé los otoños, los inviernos y las primaveras de mi infancia. Visitamos el edificio central y su patio noble de techo acristalado y columnas de mármol, que yo asociaba a momentos festivos o solemnes del colegio, y quizás también a alguna gestión administrativa. Vi el panel con el yunque y el libro que eran el emblema de la institución, viejas orlas con profesores a los que reconocí, y carteles informativos de colores con organigramas del curso anterior. Visitamos también el antiguo Internado con sus generosas galerías, el salón de actos, los patios encementados en los que me parecía escuchar el eco de balones de baloncesto o de gritos celebrando una canasta, los jardines con maleza y despeinados. La enorme extensión hacia el sur, que yo recordaba con granjas, naves, talleres y campos de fútbol, estaba ocupada por hileras de viviendas adosadas, porque las Escuelas tuvieron que vender buena parte de sus terrenos para mantenerse. Atravesamos la zona de lo que entonces se llamaba Oficialía y Maestría, y descendimos hacia donde, en mis tiempos, estaban los módulos de Primaria, con sus patios de tierra salteados de acacias en las que jugábamos a las cuatro esquinas o donde se ofrecían flores a María en mayo, las cristaleras de las antiguas aulas clausuradas que imaginaba todavía con olor a gomas, sudor y lápices, las laderas empedradas por las que nos dejábamos caer en los recreos como toboganes rugosos, y una explanada con dos porterías oxidadas.
“Aquí está la cripta”, me dijo mi amigo. Y me encontré con una capilla oscura de techo bajo, situada bajo el altar de la iglesia, a la que se accedía desde una puerta en la que jamás había reparado. No había más luz que la que entraba desde la puerta. Algunas imágenes santas parecían centinelas dormidos. En un lateral encontré la vieja tumba del Padre Gómez, el jesuita que murió demasiado joven y dejó un rastro de santidad en las Escuelas y en los barrios de la ciudad, el único habitante de la cripta durante muchos años. Al frente, la del Padre Villoslada, el jesuita fundador de la institución. Y Fernando Gallego, Hijo mío.
Pude haberme quedado en eso, pudimos salir de allí sin más, después de haber comprobado que la cripta no se parecía en nada a esa inmensidad oscura y elevada que yo había imaginado durante tanto tiempo. Pero, antes de marcharnos, llegó el fogonazo literario.
Aparecieron dos sepulturas más en las que nadie, ni siquiera Fernando Resa, había reparado (quizás porque no existan): una a cada lado de la tumba del Padre Gómez. Me acerqué para comprobar quiénes compartían el descanso eterno con el impetuoso jesuita. En la primera de ellas, bajo una cruz, leí un nombre: “Martín Godoy Palacios”. Debajo, una fecha, “7 de marzo de 1981”, y una inscripción en inglés: “All things must pass”. Me pareció una frase apropiada como epitafio, pero no entendía por qué estaba en inglés, y no en castellano o en latín. Menos aún pude entender que en la segunda lápida estuviese inscrito el mismo nombre, “Martín Godoy Palacios”, y una fecha distinta: “14 de abril de 1973”. ¿Me lo inventé? ¿Me estaba encontrando con una novela?
Ahora ya sé quién fue Martín Godoy, y por qué está enterrado allí dos veces, con ocho años de diferencia. Ahora ya sé por qué inscribieron aquel epitafio. Ahora conozco la historia que me pareció encontrar allí enterrada. Tiré del hilo, encontré a otras personas que tampoco sé si existen, y que vivieron esa historia en primera persona. Me topé con una historia de amor, de dignidad y de conflictos, y tuve claro que era imposible no contarla.
¡Qué novela más interesante, Miguel!
Tengo ansias por leerla, aunque siento no poder asistir a la presentación en San Lorenzo por mis ocupaciones «abueliles» ineludibles.
Bonito y adecuado lugar para ello…
Suerte y enhorabuena…
Y un fuerte abrazo