Cuando se cumple el séptimo día de este estado de excepción al que nos ha sometido el coronavirus SARS-CoV-2 y su pandemia asociada Covid-19 (coronavirus disease-1919), sobre el que nuestro Gobierno ha decretado un Estado de Alarma dotado de normas concretas para toda la población, durante una cuarentena corta de catorce días, empiezo a vislumbrar el alcance del problema. No resulta fácil adaptarse a una situación nueva, a un parón tan brusco de costumbres y quehaceres tan opuestos al ritmo de vida que hemos venido tejiendo, paso a paso, durante toda nuestra vida: los que somos septuagenarios avanzados nos enfrentamos, por primera vez, a un estado de shock global.
Desde el pasado enero venimos contemplando la epidemia en China a través de la confortable ventana al mundo que es la televisión. Todo estaba controlándose, todo era ajeno a nosotros, todo estaba protegido por el escudo que forman las autoridades científicas y políticas al modo en que el escudo magnético protege al planeta Tierra de los rayos cósmicos. Saltó la epidemia a Irán y a Korea: seguía estando lejos. Pero a mediados de febrero desembarcó en Milán y aún nuestro estado de confort rechazaba la aproximación geográfica del peligro.
A primeros de marzo nuestros comunicadores se afanaban en buscar la trazabilidad de los primeros casos en nuestra Hispania. ¿Cómo es posible que un señor de Sevilla que no ha viajado a ningún sitio se haya contagiado? La autoridad sanitaria aseguraba (para no alarmar que es estilo de ahora) que no privaría a su hijo asistir a la fiesta feminista del domingo 8 de marzo, “no podía decir lo contrario”, es el código de lo políticamente correcto que nos hemos impuesto. Y es que el comportamiento del avestruz que tanto tenemos censurado lo hacemos nuestro con suma facilidad cuando las circunstancias así lo aconsejan. Ante el inexplicable aumento de casos entre los que se hallaban hasta algún miembro del gobierno, el 15 de marzo dio comienzo nuestra primera cuarentena: lo del coronavirus iba en serio.
Llevamos siete días asistiendo a una realidad que nos desborda. El confinamiento en casa, el cierre de establecimientos comerciales y de ocio, excepto los alimentarios, unidos al goteo de cierre de empresas nos conduce al paro casi general. Mientras tanto, en España crecen los contagios exponencialmente entre un enjambre de comunicaciones en el que no se ausentan los intencionados y oportunistas que siguen en la tabarra política, buscando sus réditos.
Lo que parecía sólido, las seguridades que las ciencias, las nuevas tecnologías y la potente maquinaria económica nos vienen aportando en constante progreso durante los últimos doscientos años, ahora se tambalea frente a la amenaza vírica. Las certezas y seguridades que nos viene anunciando la nueva religión empiezan a ensombrecerse por las incertidumbres (las de cada uno) ante un miembro más de la Naturaleza que lleva miles de millones de años entre nosotros y que en las últimas décadas nuestros científicos habían logrado arrinconar en la estacionalidad, vacunas incluidas.
Nos encontramos en ese territorio difuso del desconocimiento que la Naturaleza muestra a los científicos continuamente, sometiéndolos a una sucesión de retos interminable. Una ocasión que ni pintada para que los filósofos escapen del confinamiento cultural al que los hemos sometido durante las últimas décadas. A quién interesa hoy el pensamiento o el ejercicio formal de la lógica, la Filosofía de la Naturaleza por la que se esforzaron los padres griegos y que despertó el interés de Newton. La sociedad del XXI ha arrinconado veinticinco siglos de construcción del pensamiento y se ha quedado solo con lo funcional, con las seguridades que aportan las ciencias y la tecnología: son los ladrillos con los que estamos construyendo el robusto edificio de la nueva religión.
La pirámide de necesidades y motivaciones humanas que Maslow formuló a mediados del siglo XX se ha consolidado como indicador certero del estado de desarrollo de los países. El nuestro, tiene asegurados los dos primeros niveles, viene dando retoques a la superación del tercero y transita por los dos superiores tras la exaltación de lo individual.
Este coronavirus, nos ha acorralado como lo hace el perro pastor con el rebaño. No sabemos qué hacer. Por primera vez, nuestra generación se enfrenta a una amenaza difusa: un agente de la Naturaleza más como lo puede ser la caída de un asteroide o una llamarada solar que nos enfrentan a nuestra propia fragilidad, una cura de humildad para aleccionar a poderosos sociales, económicos y científicos.
A final de 2020, probablemente nos enfrentaremos a una estadística más que contabilice dos o tres millones de muertos por el virus y un cluster –como se dice ahora- de reme-dios, incluida la vacuna. Pronto olvidaremos la experiencia y aspiraremos al cielo que nos tienen prometido los líderes de Sílicon Valley, volveremos a arrinconar a los filósofos y recuperaremos el estado de tecnofelicidad perdido. Habremos constatado que la dimensión religiosa, filosófica y humana son actitudes arcaicas, terapias apropiadas solo para tiempos de tribulación.
Pedro Mora (marzo de 2020)